Por Bruno Mateo
En
la terraza del Ateneo de Caracas, ahora
ubicado en Los Caobos, se presentó el monólogo “Nosotros que nos quisimos tanto”
de Mariela Romero con la actuación del actor venezolano Gustavo Rodríguez,
monólogo que se lleva a escena, por
primera vez, en el año 1998, luego en el 2008 y ahora por dos únicas funciones
este montaje de Armando Gota se realizó los días 16 y 17 de febrero de 2013.
Esta
es una historia de despecho, Marco Antonio llega a un bar para esperar a su
esposa. La espera se hace larga. En el ínterin de la espera, conversa con el pianista y la
cantante es entonces cuando nos damos cuenta de su historia. El hombre abandona
a su esposa por una “carajita” de 18 años que conoció al azar en la Cota mil. Al final de la historia, entre
boleros en vivo, interpretados intensamente por la bolerista Gisela Guédez acompañada
al piano por Ludwin Salazar conoce por su esposa, vía telefónica, que salió la sentencia de divorcio. Ya pasa a ser un
hombre divorciado. Es un discurso ligero, a mi parecer, con un lenguaje
televisivo, bien llevado, sin pretensiones lingüísticas ni semánticas.
Marco
Antonio representa una clase media caraqueña. Tomador de “güisqui”. Su cultura musical
no pasa de boleros y mariachis. En su juventud viaja a Europa gracias a la beca
Gran Mariscal de Ayacucho lo que implica que su familia está relacionada con la
política de la IV República. Como dice él mismo. “coquetea con la izquierda”.
Es la historia de un hombre resentido. Se percata de que perdió la felicidad
que tuvo con su esposa. Intenta fallidamente regresar el pasado.
El
dispositivo escénico, para la terraza del Ateneo, merece ser revisado ya que el
actor no se ve cuando se sienta en la mesa. La puesta en escena de Armando Gota
es un diálogo entre Marco Antonio, la música incidental y los boleros. El unipersonal
es hilado en toda su estructura por el elemento del género musical del bolero.
El público, en su mayoría, de la llamada tercera edad responde favorablemente
al trabajo escénico. Tal vez, al estilo de las tragedias griegas de la antigüedad,
hacen catarsis con lo visto por la identificación inmediata del personaje. Su
lenguaje posee unos marcadores lingüísticos propios de una clase social en
Caracas que va desde la incredulidad hacia los ideales de cualquier teoría que
conlleva al bien social e individual hasta lo pedestre del lenguaje traducido
en metáforas obtenidas de la cotidianidad.
El
montaje es un unipersonal de un drama cotidiano de un hombre de sesenta años
perteneciente a la clase trabajadora venezolana, en este caso profesor
universitario, que se toma unos “güisquis” a la espera de resarcir los
errores del pasado.
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