lunes, 18 de julio de 2016

Bernarda Alba

Por Juan Martins
@avencrit

A mirla Campos, la actriz
A mirla Campos, la actriz
En La Casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, con adaptación y dirección de José María Muscari*, la realidad actoral es lo que más cuenta dado al concepto heterodoxo del discurso, en cuanto a la búsqueda de lo novedoso en un formato diferente. La propuesta entonces salta de lo convencional y, por el riesgo, coloca en su contexto la matriz comercial a modo de promocionar actrices de la televisión y otras muy reconocidas por lo mediático de sus imágenes en el medio. Por otra parte, su imagen publicitaria nos ofrece un espectáculo comercial cuando todos sabemos de aquél su condición de teatro de autor. Visto así, el público, insisto, bajo el formato de lo comercial, repasa un clásico como este de Federico García Lorca. Ahora, en perspectiva, las actrices logran estructurar el nivel exigente también por medio de una dirección convencional: entradas, salidas, atrás y adelante del escenario no por eso menos novedoso. La formalidad del movimiento y el desplazamiento está en esa línea conceptual. Modesta la puesta en escena. Sin embargo, ¡vamos a lo más esencial!: las actuaciones sobre esa modalidad de lo convencional se muestran por su alto perfil. Lo que me gusta de ello es la fuerza orgánica con la que llenan todos sus niveles de la actuación: la emoción es racionalizada por el cuerpo hasta alcanzar la estructura poética que delante de nuestros ojos se transforma en puesta en escena, pero la representación se centra en ese eje heterodoxo de la actuación: utiliza un texto de rigor clásico y logra transferirlo a una imagen real-corporal: el ritmo, la respiración, el desplazamiento y el movimiento con la «energía» corporal cuyo furor regodea al público sobre aquellas emociones con fuerza y ritmo. Se coloca la propuesta en la escala de las sensaciones: la proyección de la voz es uno de esos elementos de intensidad orgánica a partir de que se centra, como dije, sobre el eje de la actuación el cual se desplaza desde «Bernalda Alba» (María Rosa Fugazot) hasta desencadenar la acción con todo el resto de los personajes. Como sabemos, desde la estructura dramática sus personajes lo exigen así: el ritmo del texto adquiere corporeidad, porque —lo he dicho en otras ocasiones—, las emociones han sido racionalizadas y en tal proceso las sensaciones se convierten al formar parte de la expresión corporal. La emoción es cuerpo. Y María Rosa Fugazot da inicio y estructura el tejido de esa fuerza corporal. Es importante porque se trata de eso: ¡de las emociones!
     En esa cadena se representa a «La Poncia» (Anrea Bonelli) como para acompañar con la misma cadencia al nivel de aquella propuesta de lo orgánico: la intensidad emocional decodificada para la escenificación. Destacamos en esa línea con prontitud el carácter sensual de este personaje. Y todo viene por la caracterización de lo femenino, ya que, se plantea, desde el texto dramático la dinámica de lo femenino en la que tal estructura es decisiva para las escenas. Lo sensual (tanto desde lo represivo como liberador) definiendo la representación. ¿Por qué?, porque las emociones todavía son racionalizadas y, con ellas, las sensaciones por el uso de la técnica. Es cuando, a posteriori, lo vemos en actuación. De allí la personalidad de ese sentimiento. Si en «Bernalda Alba» (María Rosa Fugazot) es «exterioridad» (su fuerza sustituye lo masculino), por el contrario, en «La Poncia» (Anrea Bonelli) es «interioridad», ambas, se dirigen hacia sentidos diferentes, pero contenidas de intensidad con el propósito de disipar las sensaciones, la corporeidad y, sobre todo, los sentimientos. De tal modo que se estructura el uso técnico de la actuación al «percibir» la energía de lo sensual, incluso, lo erótico (tanto en su sentido liberador como represor) como veremos más adelante por parte de «La Poncia» y por el lado de «Bernarda Alba» su masculinidad de dominación: intuición e intensidad sobre esa base de lo sensual-masculino. Y su lado opuesto de la liberación representado por el personaje «Martirio» (Valentina Bassi) quien se niega a sí misma como expresión de autoflagelación. El sexo es un estado prohibido y de sumisión. Lo contrario será la sublevación, liberarse a través del amor: «Adela» (Florencia Torrente) es el lado semántico de esa erótica de un texto que también es político, donde lo socializado se urde en el interior de éste con su connotado carácter político: lo femenino libera, su opuesto, la sumisión: «Angustias» (Andrea Frigerio). Todas reflejan ese lado castrador-erótico de la que lleva el dominio «Bernarda Alba»: control/sumisión, dicotomía del signo actoral, dicotomía de las emociones o dicotomía del desasosiego. Por ejemplo  «Magdalena» (Mariana Prommel) busca liberarse pero desde el lugar del reprimido: ser como el otro, como el hombre que es libre para el amor y el sexo. Su pesimismo le confiere este arquetipo de sumisión y liberación a la vez. Y la actriz lo representa. Y, en consecuencia, la dirección cuida cada uno de sus niveles interpretativos junto a las demás actrices. Excelente. Una vez más esas emociones-sensaciones como núcleo de las representaciones, incluso, el espacio escénico queda definido por esa condición. Así que lo femenino se organiza (el cuerpo se mueve desde aquella alienación: se agita para liberarse). Sólo con buena actuación se logra ese equilibrio y es lo que tenemos. Eximios registros, ritmo y estructura. Caso curioso: sobre una base convencional, el dominio técnico/actoral se nos ofrece mediante un estilo de vanguardia al incorporar, en parte, lo expresionista como tendencia modular. Ese juego semántico nos define el aspecto conceptual de lo femenino. Es decir, sensaciones que van desde la auto-represión de «Bernarda Alba» hasta lo rebelado de «Adela». Todas de alguna manera representan la relación entre lo erótico y lo castrador. Suprimir las emociones por conservar el rol social al que pertenecen: dolor y castración como perdida del potencial femenino. El poder («Bernarda Alba») subvertido por la liberación de lo erótico  por parte de «Martirio» (Valentina Bassi). Control/sumisión, placer/represión, amor/odio y sexo/castidad. Las dicotomías en la acción de las actrices. Y en su lugar el actuante: el sujeto-poder del estado de Bernarda Alba. Para ello, la puesta en escena se vale de una escenografía minimalista que localiza aquella dinámica del espacio escénico convencional, pero que le otorga un aspecto conceptual: el encerramiento horizontal del cual buscan desatarse. Todo para subrayar la representación de las actrices en ese juego central de protagonismo-diálogo: centro-fuerza y disposición escénica hacia una definición, vuelvo a decirlo, de lo femenino. Y tal fuerza parte de los niveles de actuación expuestos. Por eso, la dirección por parte de José María Muscari impulsa su dinámica a partir de esa fuerza interpretativa/orgánica, ya que, el propósito de la dirección es tallada justo a la necesidad de interpretar el uso técnico de la actuación que conduzca el movimiento, el gesto y el desplazamiento como recurso técnico para las actuaciones. La casa de Bernarda Alba acentúa los elementos de esa técnica. El texto dramático lo exige y las respuestas de dominio técnico es dado con ese mismo nivel. Por tanto las actuaciones se mantienen con el ritmo y cuando eso sucede se debe por la capacidad de la actuación a modo de alcanzarlo. Cómo lo logra: con la incorporación de aquellas herramientas técnicas y teóricas que se lo permitan para el espacio escénico, tomando en cuenta estas variables de la actuación, las cuales inducen la formalidad de lo actoral como pudimos notar. Y lo alcanza, su director, José María Muscari, cuando apuesta a ese equilibrio entre la actuación y la interpretación semiológica del texto dramático. García Lorca reinterpretado.
     Queda demostrado entonces que lo comercial no tiene por qué estar reñido con la calidad en tres estructuras básicas de la puesta en escena: actuación, diseño escenográfico y vestuario. Estos aspectos unen, en su poética, este rol protagónico que adquieren las actrices. Y cómo si no a la hora de tratar con las estructuras psicológicas de lo femenino: el mito, dispuesto no sólo a nivel verbal, sino qué han sido capaces las actrices de hacer con las palabras por medio de sus cuerpos: doctrina y técnica reunidas en la experiencia. Y su director sacó lo mejor de éstas. Gracias.
Buenos Aires
 Fuente: Teatrix
 *La Casa de Bernarda Alba, de Federico García Lorca, con adaptación y dirección de José María Muscari · Bernalda Alba: María Rosa Fugazot · María Josefa: Adriana Aizemberg · La criada: Mimi Ardú · Magdalena: Mariana Prommel · La Poncia:  Anrea Bonelli · Amelia: Lucrecia Blanco · Martirio: Valentina Bassi · Angustias: Andrea Frigerio · Adela: Florencia Torrente · Iluminador: Gonzalo Córdova · Escenografía: Jorge Ferrari · VestuarioRenata Schussheim · Producción de Javier Faroni.

lunes, 4 de julio de 2016

El vuelo de lo infame

Por Juan Martins.

Peludas en el cielo de Gustavo Ott, relación de diferencia cuyo texto se instala en el ejercicio de lo real. Los límites de ese espacio real se desvanecen en la estructura poética, en lo que entendemos como diálogos, aquello que se fragmenta también sea verso y poema al cabo de esa composición arriesgada y abierta en pro de un lenguaje que irrumpe ante lo épico de sus personajes. Es decir éstos —su enunciado— se articulan para definir un espacio emocional, sí, lo sabemos, es el país también, la nación (lo cual duda de ese concepto al ser representado mediante aquel lenguaje de lo simbólico). A diferencia de Rengifo quien describe el arquetipo, aquél lo desfigura en la interpretación simbólica de esa realidad a la que pertenece el sujeto —el personaje— sólo que en la prosa poética la cual se constituye desde y para aquel diálogo. Voy a decirlo con menos arrogancia y algo de claridad sobre el vaso de agua: la prosa y la sintaxis organizan el sentido del espacio narrativo: dónde suceden las cosas y por qué, repito, suceden en un pueblo. La noción de «pueblo» se transfigura por el riesgo del lenguaje. El «costumbrismo» acá es sólo un referente. Su significado se va por otro camino de la interpretación: un instrumento de localismo que se desvanece, insisto, en la prosa poética: en la estructura de los diálogos. Tengo que decirlo antes de dar inicio a lo que es mi modesta interpretación crítica a la propuesta de Carlos Arroyo y cómo, mediante ésta definió para él este traslado del texto a la representación. Y también lo digo por una razón muy simple a definir: cuando vamos a ver un estreno también vamos tras el texto, en procura de «ver» la palabra, aquello que se prescribe para el espectador. Antes de leer también deseo ver el «cuerpo» de la palabra. En este sentido Arroyo, como cualquiera que monta a Ott, tratará de definirlo, transducirlo (véase mis anteriores críticas a Arroyo en la que describo el término) de ese lenguaje  a otro códigos interpretativos. Ott, a diferencia de lo que se cree, no es hoy un dramaturgo realista por convención, sino que asciende un plano diferente de aquella representación de la realidad: el lugar poético de las emociones de sus personajes. Con este estilo viene escribiendo. El lugar, modo y giro temático poco importa ante la relevancia del lenguaje. ¡Sorpresa! Estamos ante otro dramaturgo. Esto lo venimos viendo en él: niveles del texto que corresponde a una obra diferenciada de sus comedias, narrativas y dramas. Por decirlo de una manera cómoda y no aburrir al lector con otras misceláneas de carácter conceptual y ajenos a éste. En esta pieza de Gustavo Ott, pese a su acercamiento a la comedia, le antecede su compromiso poético y su estilo: si el texto se induce desde aquella representación de la comedia, la dirección subraya aquella parte del lenguaje que deviene en estructura para la comedia en tanto a su convención. Ott, por su parte, la reconoce técnicamente en su escritura, también, el sentido de esa modalidad de la escritura dramática. Por otro lado, Arroyo toma partido con el objeto de colocar las actuaciones sobre el discurso narrativo de esa representación. La comedia ⏤en tanto género⏤ será la mediadora entre el texto dramático y la dirección y en consecuencia con las actuaciones. Si bien la dramaturgia de Ott se funde en su estilo ya legitimado como una de las voces dramatúrgicas más importantes de Venezuela, todavía es dueña de aquella técnica en la que lo poético y la prosa se reúnen en las características de sus diálogos: brevedad, ritmo y cadencia organizándose en la estructura de su poética.
     Pasemos a destacar ahora uno de sus aspectos más relevantes: la condición poética de su sintaxis. Es decir, de la sintaxis del relato teatral se contiene de giros poéticos, de sonoridad o cadencia. El lugar primero que ese ritmo exige como para adquirir el uso de aquella poética: su prosa no revela la realidad sino, como decía, la figura mediante el lenguaje. Y es el lenguaje donde muestra Ott su tensión dramática, pero entendamos que este lenguaje separa lo cotidiano ⏤lo real en el estricto orden natural de las coas⏤ de lo simbólico. La población de Piacóa, Delta del Orinoco,  al noreste de Venezuela es sólo un referente de otro significado: sucede en cualquier espacio y tiempo. De allí que sugiere que el personaje, protagónico si queremos, de «Mariana Pacheco», representada por la joven actriz Alexandra Vásquez, se dirige a los espectadores desde la distancia del tiempo como si pertenecieran a la historia del relato.  Nos hace testigos de lo acontecido (de allí la intención brechtiana del discurso). Así que este pueblo en cuestión es una metáfora o una articulación verbal de una realidad alterna. Y la actriz lo logra con una sorprendente solidez interpretativa: ritmo, fuerza y proyección sin perder la cadencia del relato (nos «cuenta» con complicidad).  El cuidado que le infiere Arroyo a su instrumento actoral subraya cada uno de los anteriores conceptos al que he hecho referencia más arriba. De hecho, su marcada tonalidad nos detiene en la historia, nos creemos la alteridad de su realidad o nos apegamos a la máscara. El mérito allí es de Arroyo por su dirección y el talento desbordante de una actriz joven, pero ambiciosa en su capacidad de significar: ascendemos hacia el camino de aquella poética. La actriz es firme en sostenerlo. De modo que la realidad, tanto del personaje como del espacio escenificado, son una metáfora, su articulación verbal de una realidad alterna, cuya otredad se dispone a partir de lo connotativo de sus diálogos. Los personajes no dialogan, en la convención de la comedia, sino que recurren al desasosiego (por tal razón el distanciamiento de Alexandra Vásquez en el relato) como mecanismo de expresión de aquella otra realidad la cual surge desde ese «secreto» del lenguaje, lo subliminal de una realidad cuya imagen se desvanece: la tristeza, el desamor y la supresión del yo como sistema de denuncia. El yo se desvanece y se expande al vacío. Más adelante eso lo podemos notar en el personaje de «Maestra Graduada Rita» (también «Madre») interpretado por Aura Rivas: precisión y fuerza interpretativa en la organización del desplazamiento, el gesto y el giro necesario en la simetría de aquella precisión vocal y gestual de esa determinación del movimiento y el desplazamiento. Con todo, la organización del personaje en un lugar reducido por la síntesis interpretativa que le confiere Rivas. Excelente desde esta, por demás,interpretación semiológica del texto. Esto es, cuidar la voz y proyección del cuerpo: su lugar interpretativo y mimético de esa realidad que queda en la imaginación del espectador. Mantiene continuidad en el ritmo y reduce su espacio para darle lugar a lo que se representa: los sueños de «Rita». Así la escenificación se «ordena» en relación al texto.
     Por lo expuesto estoy convencido de que éste es, sino el mejor, el más evolucionado trabajo de Carlos Arroyo. No sé si estaría consciente del criterio posmoderno que se deja entrever en el texto, pero allí está latente en la escritura de Ott cuando nos lo advierte en los epígrafes de Enrique Vila-Matas y Roberto Bolaño respectivamente, puestos allí al principio del texto como un guiño para el lector. Nada más claro con esa intención: autores de la posmodernidad. Duchamp ante el tablero de ajedrez cuyo soporte es el escenario. Siendo el riesgo al que se somete Gustavo Ott: entre lo real y no/real de su escritura. Una ambigüedad algo lúdica de la representación, primero de la lectura y luego de la teatralidad.
     Sigamos adelante.
      Lo es porque queda establecido en la representación de Aura Rivas. Esto quiere decir que el texto no sólo ha sido interpretado sino dispuesto sobre el sentido de la obra. La actriz se impone desde su codificación que hace del texto. Para esta actriz la sintaxis es el personaje por lo cual se recrea en aquella interpretación: lo que aparentemente está hecho para reír en éste será una realidad inalterable y tan real como necesaria: la condición de «maestra» del pueblo, además de «Rita» recrea ese imaginario de su duplicidad de realidades espejadas en el espacio y la noción del ser: la identidad se dispersa. De modo que realidad de ficción se unifican en el lenguaje: en los diálogos. Y Aura Rivas le otorga corporeidad y elegancia con la interpretación: la gracia es la máscara de esa duplicidad de lo representado en sus gestos, el modo con el que proyecta la voz, sus desplazamientos. Todo, reúne esa condición de la actuación. Así que lo «real» se figura en la otredad del signo, el cuerpo es verbo, puesto que el texto se imana de esa necesidad de la palabra. Y con ello el ritmo de esa estructura. El discurso no es fragmentado por sus diálogos, pero sí por su narrativa. Por ejemplo en cualquier pueblo la vida se somete a ese desasosiego. A mi modo de entenderlo ⏤y son varios años pensando la obra de Ott⏤, la ruptura del discurso es evidente al usar la comedia en un propósito como éste: duplicidad de género y relación estética: lo brechtiano resuelto desde la alteridad del lenguaje. Dos capas de una misma cebolla: la representación de la venezolanidad, cómo entenderla que no sea desde la fragmentación del yo y del discurso. El cual se acentúa desde la figura de la puesta en escena: el ciclorama en el que se proyectaban los estados emocionales hechos imágenes con el que se aludía a «Las peludas» como referente real a un tiempo/espacio definido. Y bajo el ciclorama, lo abstracto de la habitación delineada sobre el piso del escenario como separando, otra vez, una realidad de la otra. Conque la intención es expresar una realidad mayor: la crisis y la condición humana con la cual se sobrelleva éticamente. Ese nivel es representado por Francis Rueda en el rol de «Yesenia Pacheco», con una actuación más grave, esta es, otorgarle mayor intensidad a todo lo que con maestría hace: actuar. Y, para representar ese tono grave de nuestra realidad, está consciente su personajes de esa necesidad: dejar la pobreza, «entrar en una nueva vida». Queda cosificada por esa necesidad y la induce a ella a mirar la vida y lo real desde la conciencia de lo material. De la cual no podrá salir, en cambio, su hija « Mariana Pacheco», asciende, sueña y cree en esa posibilidad como un hecho real. Y lo conquista a través del ascenso que hace literalmente sobre el escenario. Por eso, esta parte de la obra toma lugar al final de la misma. Su clímax está allí: en la posibilidad de soñar. De creer en aquella otra parte del espejo. Y Alexandra Vásquez nos los hace creer por su actuación: impecable por el ritmo. La ironía será entonces el sello de la propuesta. De modo que lo único que sostiene a estos personajes será el vínculo con esa realidad. La alteridad nos conduce a una interpretación irónica de la realidad: las figuraciones de lo real se conectan: la esfera de lo objetivo se mezcla con lo subjetivo, creando una nueva esfera de lo intersubjetivo. Por tanto los espectadores no sabremos con exactitud qué es real. Y qué no lo es.
     Es cuando el plano de la subjetividad, las actuaciones ⏤a nivel de lo interpretativo⏤ sostienen a una de esas esferas: cuando me río de las escenas (la gracia) lo hago desde la cotidianidad del humor. Y las actrices, como el actor, lo saben y lo expanden hacia el  humor de la propuesta. Y aquí tiene esa responsabilidad Luis D. González en el rol de «Luis D. González» (también «William» y «Padre»). Lo logra y la gracia es sostenida no con menos fuerza por éste. Todo lo contrario, sostiene la intensidad emocional que le exigen las actrices. Todo, en el grato placer de ver la elaboración actoral. Y en consecuecia nos hacen ver el lado infame la ironía. Todo arte que cuestiona es dos veces arte.
Ficha artística
Peludas en el cielo de Gustavo Ott. Mariana Pacheco: Alexandra Vásquez/Yesenia Pacheco: Francis Rueda/Maestra graduada Rita (también «Madre»): Aura Rivas/Luis D. González  (también «William» y «Padre»): Luis D. González/Dirección artística Carlos arroyo/Asistente de dirección Rufino Dorta/Una producción de la Compañía Nacional de Teatro. Teatro de la Ópera de Maracay.

sábado, 2 de julio de 2016

Primavera en la ciudad de Arlequín


Por Juan Martins.

A la memoria de Miguel Torrence.

Primera parte.

Ahora que estamos una vez más ante una de las mejores actrices del país. Y se dice fácil, agregamos mayor alfombra roja al pasillo de los grandes, también ante una de las mejores piezas de Miguel Torrence. Esta actriz, siendo su agrupación* el legado, lo cuidará con la certeza que le confieren sus espectadores al seguirle en la dinámica de una obra ya consolidada. No puedo decir menos ⏤o no sé cómo decirlo en el mejor de los casos⏤  por la presencia de un trabajo estructurado y es decir bastante cuando de estilo se trata. Lo brechtiano del texto dramático dialoga con los niveles de lo simbólico al sugerir el texto escénico o su posible didascálica de la representación. En la que está presente aquellos aspectos del signo. Como sabemos, él lo cuidaba con rigor a modo de alcanzar lo inaccesible: el texto perfecto y compuesto como herencia de su  búsqueda platónica: el discurso político como instancia de una hermenéutica que no es del todo marxista. Del todo. No parcialmente. Con ello captar del público su responsabilidad con la historia, lo épico y el pensamiento. En Torrence el teatro se piensa y piensa, porque veremos su herencia estética de aquel estilo que le pertenece por ideológico además. Cómo haría Maritza Mendoza en el rol de «Enma» para separarse de esa sucesión: imposible. Es una relación orgánica. Lo que denomina Jorge Dubatti como convivio: lo que hace al teatro ser teatro, su relación pragmática y sobre las condiciones sociales de ese discurso teatral: el grupo, la reciprocidad geográfica y de contexto con el cual se basa: actor-cuerpo-sociedad. La visión crítica que siempre acompaño a este autor ante lo que acontecía en el país: la educación y la estructura programática de esa relación de aprendizaje y rol social. El modelo que se ha instaurado en la dominación ideológica del Estado sobre el individuo sobre el sujeto.
Dicho lo expuesto, entendemos que la mecánica de propaganda del estado y de su «modelo» de denominación lo conquista mediante la educación. Al poco en una fase final de cualquier régimen totalitario (eso lo hace brechtiano). Venga del tono que venga. Y es lo que Torrence nos muestra. A partir de esa visión «Enma-Hija» representada por Rina Reyes establece los nexos de una evolución personal la cual es fijada por su proceso de educación. Y en ello, el cuestionamiento sobre el sistema educativo. El personaje es sólo una metáfora, una construcción estética y, en la representación, brechtiana. La formalidad e Reyes sostiene ese discurso como exigencia a una actriz sólida y orgánica, siguiendo la continuidad de aquel convivio, de una escuela actoral la cual hilvana la capacidad, por su parte, de Maritza Mendoza y en descendencia con el compromiso el resto del elenco. Y se logra: el placer queda constituido por tener la oportunidad de «ver» tal elaboración, tal prestancia por lo ético y reconocer en ello aquel legado. En esa medida queda definida la representación con el personaje cuya conducta evoluciona por lo ideológico: la contradicción de un sistema educativo que enajena el ser y cosifica el sujeto hacia una personalidad que repetirá este proceso al menos que, por voluntad rebelde, se libere o subleve. Esa capacidad e sublevarse será su salvación. «Enma-Hija», encontrará la raíz de su liberación, puesto que en ella reside la pasión por ser y reconocerse como individuo: desplazándose de su madre represora, interpretada como dije por Maritza Mendoza. La sociedad ⏤el resto de ese control el cual se organiza para someter⏤ se espeja a través de las «Vecinas» las cuales, en su conjunto, constituyen  aquel coro griego como voces de una retórica de lo moral o eje de represión y alienación que inciden sobre el desarrollo de «Enma-Hija» a modo de representar la continuidad del establishment y bajo la tutela del que todo lo ve y lo proyecta como constituyente mismo del poder sobre el educado y educando (la madre) como figura de ese poder. Lo que hace de «Enma-Madre» un eje actuante en el drama: el estado, la represión. En este sentido hallamos en el texto dramático un nivel de desasosiego del autor: el estado y su composición en la estructura de lo social. Y lo más importante de eso, cómo representarlo en la estructura dramática propiamente dicha que, por un lado significativo, le confiere la convención de esa escritura dramática de rigor y por otro lado su carácter de denuncia se desvanezca o pierda su condición poética. Torrence lo logra. Y nos dibuja su compromiso con la literatura todavía. Es una pieza contundente sobre esa búsqueda ⏤otro adjetivo⏤ cerrada. Por una razón que siempre le preocupaba: la estructura de lo dramático, vuelvo a decirlo, de su convención. El drama logra introducirse a un nivel emocional, puesto que lo vivencial (el tema de la historia, la narración y el conflicto mediante la sintaxis del relato teatral) se acerca a un proceso irreversible: la formalidad de la educación. Y cuando la escritura viene asistida de la teatralidad: lo que hace al teatro ser teatro, su convivio y su relación con la poética actoral deviene en su labor magistral o máxima del discurso dramático.
He escrito lo anterior por pensar que estamos ante una de las piezas postuladas de Torrence. Lo sé en parte porque muchas fueron las conversaciones alrededor de esas inferencias que aún eran conceptuales y literarias. Así que en el medio de esas tertulias (por su valor hermenéutico) lo teatral se pensaba  y en consecuencia el teatro, insisto, se piensa. En otras palabras, lo dramático, junto con las posibilidades de esa escritura, no podría separarse de lo teatral. El resultado de aquellas conversaciones —por definición platónicas— era una de tantas contingencias: «estoy trabajando en la estructura», me decía. Lo logró.Establecer desde un mismo lugar de la dramaturgia lo escénico: Meyerhold era una de esas contingencias. Y aquí en La historia constitucional del pupitreencontramos el resultado de esa búsqueda. De una relación poética en la que la vida y creación se unifican. Sin embargo como estamos hablando de teatralidad, debemos descubrir la modalidad de esa poética que también deviene en composición actoral, aun, desde una poética del actor.
Ahora, si me lo permite esta limitación del discurso, trataré de explicar mi atrevimiento para calificar de primera actriz: es la experiencia de un discurso que se quiere hacer entender con el arte. Y como tal se le llame cuando se trata de estilo también. Lo mediático queda fuera de todo. Esto es poética, nivel y experiencia orgánica: lo artesanal del movimiento, el desplazamiento y el ritmo actoral se impone en el transcurso de la representación hacia una figura simétrica de cómo el elenco ocupa su lugar y lo latitudinal de cada actor/actriz en el escenario. Tal ritmo es cuidado en la dirección de Torrence: el nivel, la capacidad del elenco en llevar el compromiso al gusto del espectador. Lo disfrutamos por lo bien hecho. Es fácil decirlo, en cambio, cómo lo demostramos: en el análisis de rigor que haríamos sobre aquella representación. Podemos ver limitaciones —el arte del teatro se hace de correcciones⏤ con apenas dos funciones. Por tal razón siempre hay que proyectar esta visión hacia veinte, treinta y cuarenta funciones posteriores. Lo que sería justo con el elenco, con la responsabilidad artística de esta agrupación. Sabemos que la agrupación Arlequín nace con esta nueva experiencia (ahora estará al frente Maritza Mendoza en convivio). Y se compromete. Nadie lo duda. Esta categoría del convivio es la que determinar su relación con la historia contemporánea del teatro venezolano. Este término acuñado por Jorge Dubatti nos permite entender que el teatro se define no sólo en el lenguaje y su cadena de signos, significados o de su significancia, sino todavía por lo que lo hace una relación de uno con el otro, de lo social y su componente de diálogo entre sujetos y su proverbial figura en la comunicación. De hacer uno con el otro. Un actor en acción con el espectador. Simple y complejo a la vez. Por ejemplo, cómo podríamos separar el discurso torrenciano ⏤permítaseme el término⏤ de su comunidad y de territorialidad. De ese mapa poético en el quehacer de sus actores y actrices. Uso el pleonasmo por motivos prácticos. Están formados y se da la institucionalidad en el saber de éstos. De modo que en esta oportunidad reafirmo, lo que ya es una crítica consolidada en conversaciones de encuentros con críticos en festivales y en revistas nacionales como internacionales. No deseo repetirlo pero se afirma en esta nueva puesta en escena. Lo que digo, lo están diciendo: actuación, nivel y representatividad. Quiero destacar una diferencia notable para mí: la horizontalidad del espectáculo al colocarlos en un mismo nivel protagónico sobre el escenario: atrás-adelante/arriba-abajo se diferencia de otras de sus obras. Eso lo habíamos conversado mucho y hay cierta disponibilidad en la representación. Lo que demuestra por una parte su relación con la crítica (la valorizaba al punto que formaba parte del consejo editorial de nuestra revista). Y sabía poner en marcha sus aspectos conceptuales en tanto para sus creaciones. Hay muchos aspectos de los logros de sus actores/actrices hacia un proceso de formación que los hace singulares. Sólo eso, singulares, modestos o sobrios, pero rígidos en el discurso. Entonces aquellos planos de la representación nos exige más tiempo, ver otras funciones, limitar y evaluar sobre la crítica interna, esta es, aquella que estable un diálogo con sus creadores: visitando ensayos, mesas de trabajo y finalmente sus estrenos o sus temporadas. Y dejar allí una razón para el encuentro, legitimidad para sus creadores ⏤entiéndase tanto actores como directores⏤. El trabajo de las vecinas por cada una necesitará de una segunda oportunidad a modo de ser respetuoso en la coherencia con el modo de hacer crítica que tantas veces me lo respetó Miguel Torrence: la crítica de rigor y alejada de la crónica o del centimetraje de la presa populista. Así que este uso del convivio lo afirma, por lo filosófico también, de esta propuesta. Más adelante en una segunda parte de la crítica ampliaré un poco más el término a modo de corroborar en el sitio la formalidad de ese discurso.
No me conformo con una crónica. Hay que ir al lugar de la investigación que ahora tengo como compromiso. De allí surgirá la legitimidad de ejercer la crítica interna con responsabilidad, puesto que hay variantes entre sus actuaciones pero que son reunidas en el estilo y formación de sus actores. Y para determinar estructuralmente cada una por separado se requiere de una visión más sistemática que solo me lo permiten el asistir, insisto, a otras funciones, ensayos y conversaciones con la agrupación. Con el propósito de aportar, desde mi modesta posición como crítico, a su elenco y su gente.
Gracias por hacerme ver buen teatro. Aquél que me incita a la crítica y a la motivación creadora.
 Para la revista Teatralidad, en la ciudad de Maracay, 1/07/16. Avencrit.