Por Juan Martins.
@estivalteatro
Miguel Torrence nos muestra una vez más los niveles alcanzados en la formación de sus actores. Con un elenco joven ha exhibido su metodología de trabajo, su composición actoral sobre la noción, su cognición y arreglo ante la teatralidad la cual lo conforma también como a uno de los dramaturgos venezolanos más importantes. A esto quisiera referirme para hacerme entender con las características del discurso del Teatro Arlequín y la Compañía regional de teatro con la presentación de El juicio final o la historia Constitucional de la radioactividad, escrita y dirigida por éste, Miguel Torrence. Digamos entonces que la técnica y la organicidad actoral en el espacio escénico le confieren el discurso ya elaborado y conocido (en el que he escrito otras referencias conceptuales en pasados ensayos). Entiéndase que esta organicidad deviene, insisto, de la racionalidad de tal espacio escénico. Esta es, según la construye, la relación del actor con su entorno, tanto del espacio como del diálogo con todos sus componentes estéticos. Sobre todo con aquel que tiene que ver con la actuación orgánica, sentida y sagrada: el teatro como templo, diéresis de un estilo que ya le es propio. Es decir, el actor trata con su corporeidad como esencia del discurso que lo define en la dinámica de ese ejercicio teatral, coloca la vida como eje de aprendizaje para ese actor/actriz quien a su vez se compromete con el rigor estético heterodoxo ante su público. De modo que es el cuerpo del actor quien impulsa toda la dinámica de aquella teatralidad alcanzada en la representación. El cuerpo signa en la imagen de la puesta en escena. Las actrices por su parte, recrean la figura de esa imagen en la corporeidad que constituyen las «Enfermas» en una escena tras la otra (sostiene niveles fotográficos con sus cuerpos a modo de resaltar el relato teatral, su contenido histórico-político), puesto que el texto dramático —bien estructurado por cierto— establece su narrativa: el carácter de denuncia en él se evidencia con dicho relato y sobre la organización de sus signos teatrales. Y es cuando tenemos que especificar en qué medida se articulan los signos verbales con los no/verbales en la edificación de la obra como tal. El perfil de la escena, su sentido de imagen, aquella definición del espacio escénico. En su lugar, el texto dramático sostiene el conflicto y lo lleva (en el movimiento y ritmo de su desenlace) al objetivo del relato: la tensión del hombre producida ante la cosificación por lo tecnocrático: el temor real a un holocausto nuclear y a su proceso de deshumanización. El hombre es cosa el cual se articula a la propiedad privada, puesto que ante un ilimitado uso de la «energía», necesita producir, a cualquier costo, hasta su consunción total. De modo que el poder (capitalista o no) ejerce su lógica de alienación, es una figura del poder con el orden de lo real, el cual se da en ese estado de omisión y obediencia. Al menos que, en contracorriente, surja de la misma interioridad del orden, la conciencia con la cual nos rebelamos: reconocer el estado de ignominia del poder y lo real: Hiroshima, Nagasaki, Chernobil y el más reciente en Japón por nombrar sólo parte de una lista de desastres. Así que lo ético se desvanece frente a la vida. El cuerpo del hombre es un producto más, dispuesto para el primer comprador (modelo ideológico y figuración del poder: las «Enfermas» cambian el rol por el de prostitutas, usadas como mecanismo de alienación por parte del «patrón»). Tal es el proceso de cosificación por el que perdemos el lugar moral, cívico y ético de la condición humana. Con ello, la Voz Juez, interpretada por Luis Suárez, representa la conciencia del sujeto-espectador que bien es usada dentro y fuera del espacio escénico: se confundía con el público con cuya expresión establecía la fuerza de los resonadores del actor Luis Suárez, otorgándole aquel sentido orgánico al que estoy haciendo referencia más arriba y, dentro de lo mejor, el sentido semántico de ese uso de la voz: la carga espiritual, su cadencia y proyección sonora nos hacía sentir el dolor del drama, las sensaciones y las emociones que se registraban ante quienes estábamos de público y nos colocaba en un estado de trance con nuestra conciencia ante el hecho histórico. El cual a un mismo tiempo se consolidaba con imágenes visuales y hasta expresionistas, subrayando el lugar lúgubre de la tragedia. Y debe hacerse con intensidad actoral. Y lo logra.
Detengámonos un momento en este actor: el uso de la voz tiene su fuerza como signo cuando es bien empleada. Es un signo auditivo, bien lo sabemos, que, cuando la intención e ímpetu de su proyección lo acompañan, la carga semántica adquiere significado en su extensión: de significante a significado y finalmente los espectadores recrean también la imagen de acuerdo con lo que le connota y denota la misma, interpretan el signo en el marco del relato. Me atrevo a decir que termina de darle sentido para el púbico el texto que «ve». Y sabemos que en el teatro la palabra se ve, no sólo se lee. La voz trazaba, en parte, el carácter místico del personaje testigo de la historia. Así que el sonido oscuro y grave de la voz (permítaseme la metonimia) provocaba esas emociones. Por ejemplo no sabíamos en qué lugar del teatro se encontraba: resonaba haciéndonos responsables del relato y a su vez con la intensión del discurso dramático del texto.
Tal fuerza se mantuvo en el transcurso de la obra, pero queda descubierto al final de la misma cuando al personaje «Henry» (representado con rigor por Leopoldo Guevara) lo sientan en la silla del acusado por su crímenes de lesa humanidad, en ese momento la oscuridad da lugar a la luz, dejándonos envueltos en una atmósfera de espereza. Eso lo hace definitivamente brechtiano. Dicho actor impulsa su personaje con la misma fuerza interpretativa y metódica: ritmo, movimiento, desplazamiento y gesto con el sentido del discurso representado. Hecho de composición al que también nos tiene acostumbrados Maritza Mendoza (esta vez en el rol de «Alma»). Sin embargo quiero destacar un hecho en el marco de su actuación. Noté cierto rigor de maestría en tanto que coordinaba la fuerza de las actuaciones de las »Enfermas», procurando que la representación se mostrará a un mismo nivel de interpretación. Tarea altamente compleja y que requiere de un dominio orgánico y terminal de las escenas, en su corporeidad final para la puesta en escena propiamente. Es decir, contener su propia fuerza en pos de la representación y de sus compañeras de trabajo: entender el teatro sagrado en lo mejor de su concepción. Excelente actriz cuya fuerza espiritual de sus representaciones se destaca, incluso, cuando tiene que ceder en bien de otros en un sentido solidario y organizado de la actuación. Una ética pocas veces vista hoy en día. Por eso hablaba antes del teatro-templo que signa este discurso teatral. Y Maritza Mendoza nos muestra su noción del mismo. Digo esto porque la puesta en escena es altamente ambiciosa, casi a nivel de ópera en su puesta en escena, lo cual requiere de una sostenida disciplina y continuidad de este espectáculo (diversas funciones en lugares diferentes y de espacios más reducidos a fin de intensificar, acortar y hacer síntesis. Eso los ayuda mucho, puesto que siento este espectáculo más cercano a Peter Brook que a Brecht). La obra como escuela teatral en sí, como laboratorio teatral. Y para ello, tendrán tiempo de madurar para alcanzar lo que en su interioridad tiene este espectáculo: uno de los mejores representados en el país en lo que va de año. Queda demostrado en el manejo de los signos para su (de)codificación actoral al que nos tiene acostumbrado Miguel Torrence. Gracias por hacernos partícipe.
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