Por Juan Martins
¿Quién nos vendió la luna?, texto y dirección de Manuel Manzanilla, una coproducción entre el Centro Nacional de Teatro y la agrupación Batahola. Un trabajo infantil lleno de alegría, ritmo, gestualidad y jocosidad. No sólo por el hecho de ser un «infantil» en el que le son propios estos códigos para signar un evento como tal. Acá encontramos un dominio actoral, diría más bien, un «cuerpo actoral» bien entrenado y estructurado en la disciplina. Quienes exhiben su pasión por el teatro, por lo que están haciendo y por las características de su agrupación. La dinámica adquiría un ritmo avasallador. No da oportunidad a que el público «piense» en términos de distracción de lo representado. Al contrario, debe centrar la mirada en el relato, sobre el decidido movimiento y la gestualidad hasta llegar al ritmo de lo caricaturesco como sistema de divertimento . Y vaya que nos divertimos mediante su estructura lúdica. Pero hay que destacar el nivel de actuación de estos jóvenes. Jóvenes con la integridad y la disciplina del trabajo bien hecho, la noción de lo estético y organizado en el escenario. Quizás aquel nudo caricaturesco de la actuación desea acentuar la ironía del discurso. Dejar en ridículo un sistema de consumo al que nos someten a diario, es decir, hacer accesible a la audiencia infantil el aspecto ideológico de la denuncia: la cosificación del hombre mediante la cultura de consumo que nos impulsa a tener por encima de ser. Este axioma se representa en la gestualidad y la caracterización: las actuaciones, excelentes en ese perfil, nos mantienen al ritmo del relato, los acompañamos con alegría y entusiasmo hasta el final de la historia. Ya por si solo es un logro la puesta en escena. La representación por su parte se define con pocos elementos decorativos (y digo decorativos por el tratamiento del color específico al género infantil) y, en cambio, se concentra en la actuación, en su relación orgánica con su público. Los actores impulsan toda su energía en la gestualidad y el uso adecuado del cuerpo. Destaquemos un hecho inexorable: la excelente interpretación de Elvis Collado en el rol de «Corroncho» quien nos mostró dominio del género (le hemos visto anteriormente en sendas interpretaciones con la «Compañía Regional de Teatro de Portuguesa»). Su fuerza interpretativa, su gestualidad adquiría un ritmo sólido y lúdico en toda la obra. El desplazamiento necesario acorde al uso de la máscara, la respiración y el vestuario le otorgaron el carácter de esa fuerza interpretativa. El texto, lleno de humor y jocosidad, sostenía el entusiasmo del público subrayando también su aspecto lúdico. Sencillo pero contenido de su semántica y de su estructura dramatúrgica. La dirección también envuelve tal aspecto de la caracterización, haciendo de aquella caricatura la retórica del discurso a modo de acentuar el discurso dramatúrgico y dejar sobre el escenario lo mejor de su conflicto. A Manzanilla el equipo actoral lo acompaña con la coherencia de esa representación del relato teatral. Y el resto de los actores/actrices mantienen esta estructura en el marco de un mismo nivel interpretativo. No hay un «mejor» actor que otro sobre la puesta en escena: están limitados por una buena dirección. Un tanto nos muestra Alver Morón en el rol de «Don Minti» que se ajusta a ese mismo ritmo interpretativo, de intensidad y poética corporal de modo divertido y característico. Asimismo el resto del elenco. Mantenía los desplazamientos necesarios y los movimientos acordes. Creemos que es necesario hacer descansar un poco ese ritmo para que el espectador pueda digerir el relato. El ritmo de las interpretaciones era tal que en algunas oportunidades nos avasallaba, si permitir las transiciones de rigor: pausa, paradas, descanso entre una articulación y otra. Creo que este espectáculo ascendería a un importante nivel con este arreglo. Lo digo por la mediatez del uso del signo gestual el cual requiere de esas pausas para su correcta significación con el público.
Debemos felicitar a Batahola por tan apremiada elaboración
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