Por Carlos Herrera
@cehs1957
@avencrit
¿Quién dijo que los años de la adolescencia, marcados por sucesos, eventos y circunstancias propias, puedan ser considerados como de poca importancia? ¿Qué es ser hoy adolescente? ¿Es lo mismo que hace diez, veinte o cuarenta años atrás? ¿Qué implican sus cambios? Quizás éstas, como otras preguntas, puedan generar maravillosos recuerdos en cualquier adulto sobre el tránsito de vida de un niño al estadio cronológico de ser un joven que adolece madurez mental, emocional, psicológica, sexual y hasta social. Sin embargo, también tiene su otra cara: esa difícil etapa donde la ambivalencia de los deseos, la angustia de las inseguridades o la explosividad de los sentimientos se aderecen con las fuertes mareas que están a su alrededor. Un adolescente busca tener una auto imagen, trata de sortear normas y conductas que la sociedad, el sistema educativo y la familia le indiquen que debe seguir para no descarriarse. Desde cómo hablar hasta vestirse; cómo interactuar hasta lo que debe ir moldeando de su futuro. Ser adolescente es sencillamente esa etapa en la que la inocencia se desnuda y la candidez desaparece, mucho más en estos tiempos.
Dentro de las distintas vertientes que tiene el teatro actual (va del musical infantil, con sus agotadas fábulas, hasta el amplio abanico de dramas o tragedias dirigidas a los adultos), los dramaturgos que generan temas álgidos para los adolescentes parecen haber entrado en la cuneta del desinterés por pergeñar textos teatrales relevantes. Las razones, las desconozco. Apenas el ejercicio de memoria me obliga a hacer sinapsis y recordar que entre 1980 y parte los años noventa, pocos nombres me calan con rapidez: uno, Dagoberto González; otro, Romano Rodríguez. Actualmente, escribir teatro para adolescentes parece detentar una feroz anemia. Podría decir que Elio Palencia y si hay algún otro, pues, titubeo. Lo cierto es que éste segmento social merece contar con más obras porque su presencia en la estratificación social del país se hace más obligante. Ellos, como público, deben contar con más piezas que exploren sus angustias y sus sueños, sus búsquedas y sus conductas. En fin, hay que reimpulsar al género juvenil.
En estos días, bajo el paraguas del Centro Nacional de Teatro, se forjó la concreción del espectáculo Leve, el cual dio inicio a las coproducciones de este ente. El montaje permitió que Venezuela y Cuba concretasen de forma saludable la más reciente obra de Karín Valecillos, bajo la sapiente dirección del director cubano Ariel Bouza, en la sala Horacio Peterson de la Unearte.
A Leve lo recepté bajo tres niveles: el textual, que debió ser más profundo y sociológicamente comprometido en lo argumental y en las aristas referenciales de lo que se entiende como los paradigmas del adolescente del siglo XXI. Edulcorada en lo dramático, parece esquivar desde el empleo del idiolecto juvenil hasta ser más incisivo con los meandros dramáticos que tocan a sus personajes. Otro nivel fue el relativo al compromiso de la puesta que, con acento pragmático en lo espacial, apeló a armar y desarmar la utilería escénica con objeto de crear una polisemia de significados según y cómo se iban articulando las significaciones espaciales y/o de uso diario, pero, con todo, permitió que el tercer nivel lograse su relevancia: el histriónico.
La plantilla actoral conformada por Wahary Meléndez y Zair Mora (elenco venezolano) y Glerys Garcés Pita y Ariannis García Gómez (elenco cubano) enhebraron por espacio de algo más de una hora un tejido de emociones y sueños, cuya capacidad creativa tenía una verdad en sus personajes, que ganó un rápido entusiasmo en el público. Se trata de artistas comprometidos, plenos de desparpajo energético, así como prestos a proyectar a los asistentes todo ese espectro de sinsabores, sueños y anhelos de lo que significa ser adolescente.
Leve se evidenció como un montaje pulcro y comedido, pero que a mi juicio pudo ir con más garra desde lo textual a lo que se exponía como imágenes.
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