por Carlos Herrera
@cehs1957
El tema de la violencia retoma el interés de los autores, directores y algunos grupos en los últimos meses dentro de la cartelera teatral de Caracas. Hacia los predios del este, estuvimos la especial oportunidad de ver el excelente trabajo escénico Flores de Lídice de la dramaturga Karin Valecillos para el grupo Tumbarrancho Teatro. Una honda reflexión como aguda crítica social entorno al ya no soterrado cáncer que carcome despiadadamente a quienes viven en las zonas populares de esta urbe. Trabajo significativo, que sintetiza una mirada descarnada y reveladora de lo que, para muchos es síntoma inocultable de la descomposición de valores que campea en las modernas sociedades latinoamericanas del s. XXI y que la dramaturgia actual -con énfasis- empieza a radiografiar con todas sus secuelas a fin de establecer decir/mostrar la imagen que algunos creen que es algo pasajero dentro del tiempo de hoy, en especial, a la sociedad que solo se rige por elementos mediáticos que cada día percibe como que es parte del subproducto del consumismo o solo es un aspecto neurálgico relacionado con la perdida de algunos valores (morales y espirituales) que han sido horadados por el imperio de contenidos derivados de la TV, el cine, o los juegos de vídeo.
Dentro de este contexto de piezas teatrales que he podido cotejar en las últimas semanas, esta el estreno en el Teatro San Martín de Caracas de la producción Sala 666; ópera prima de la joven dramaturga, y actriz, Valentina Cabrera. Trabajo dramático que ostenta debilidades en cuanto a la poetización de la trama y el perfilamiento de personajes ya que se visualizó algo exterior para todo el engranaje de los elementos que aspiraba componer y exponer. Lo dialogal fue trabajado de una manera muy directa y no deja atisbos para construir con imágenes por ende casa escena resultaban obvias en lo que era lo expositivo discursivo. Si bien la autora buscó penetrar desde la segmentación de cada secuencia, un todo reflexivo desde los vericuetos de lo temático que habla de la violencia, esta pudo haber imbricado no solo la perspectiva de la autora sino el pulso más lascerante que lo arumental toca a cada quien. Cabrera sabe y comprende que esta clase de asunto puede ser rica cantera para colocar un punto de vista dentro de las múltiples miradas que se están dando por décadas sobre el tópico pero que, año tras año en cada sociedad parece abonarse por otros factores; es apenas su percepción de un asunto desgarrador y que si lo observamos como especie de globo de ensayo para sacarnos del letargo social y estremecer la recepción/sensibilidad de potenciales espectadores, es sumamente válida. Un texto que aspira no caer dentro de un espectáculo de corte evasivo sino potenciar las alertas desde la escritura dramática y que ésta a su vez se materialice como espectáculo que diga cosas al público de hoy..
Sala 666 se ofreció como un montaje sin grandes elementos espectaculares, solo trabajado a partir de un espacio frontal que tenía que sugerir la lectura de una sala de emergencia de un hospital donde extensiones aéreas como jeringuillas, envases de suero intravenoso y demás generaba la angustia y la incertidumbre que pende como vida o muerte para aquellos que llegan buscando no ser más que frias estadísticas sino seres de carne y hueso que requieren el acto de fe de ser salvados; los actores entran ataviados en batas de pacientes recibiendo al espectador y fungen como víctimas / narradores de una serie de microtramas. Desde la construcción que estos hacen de cada personaje y del hilar de cada segmento de sus problemáticas en el azaroso juego de vivir o morir tras el tropiezo con la violencia, se dibuja el sino crítico que los marca. La intervención distanciadora de un par de niños que arrojan cifras y datos -de entes que estudian o manejan estas ominosas cifras- permite que sea visto como resortes o engranaje del como se comporta la violencia y sus morbidas cifras dejando que sea el espectador quien termine por completar la gestalt del discurso.
He acá que la plantilla actoral busca sistematizar con sus angustiantes caracterizaciones el peso del tema sobre la recepción del público. De haberse afinado este aspecto por medio de una dinámica lúdico participativa posiblemente el espectador hubiese ganado más aprehender la contundencia significante del fondo dramático del texto efectuado por la autora. En todo caso, Victoria Morales sigue adicionando palmares a su necesidad por afirmarse como una directora que prosigue experimentando y evita caer en las tentaciones del teatro ligero.
Las actuaciones de Leonardo Gibbs, Cynthia Scholz y Selma Rojas dentro del elenco actoral para Sala 666 lo más convincente. Se da un reconocimiento a las intervenciones de los chicos Ivethelisse Decan y Edgar Aníbal Noria quienes narradores de datos, cifras y convirtiéndose en interlocutores entre la escena y la platea dinamizan el fluir de lo que fue la puesta. Esperamos que Victoria Morales revise y ajuste más este montaje y en su concepto general y exija más entrega de su equipo histriónico para que la suma de las partes cobre más contundencia como una propuesta que tiene mucho por decir.
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